Escucho a padres hablar como si nunca hubieran sido
chavales, siempre hubieran obedecido, no se hubieran saltado ninguna vez las
reglas y fueran, en su época, niños
ejemplares.
Fuente: https://bit.ly/2HyL2NH |
Nadie nace con un libro de instrucciones y, por mucho que
queramos, la complejidad del mundo nos obliga a estar permanentemente
formándonos y aprendiendo. Lo que a mí me sirvió como hijo puede no ser útil en
un mundo tan cambiante. Prohibir el WhatsApp a un chaval, cuyos amigos lo tienen, ¿es bueno o contraproducente?
Saber gestionar este tipo de situaciones tiene una importancia cada vez mayor
dada la sociedad en la que vivimos.
Al día de hoy, tenemos una situación cuanto menos peculiar.
Por un lado, un chaval que tenga, por ejemplo, 12 años, tiene un dominio de la
tecnología que seguramente sus padres no tengan. Para ese joven, compartir información, exponerse en las redes, hablar
con sus amigos todo el día a través del
Smartphone es algo tan natural como salir, antiguamente, a jugar a la calle (no
digo que ahora no se salga).
Mientras que para los más jóvenes este aprendizaje, como el idioma
materno, se ha efectuado de forma natural e inconsciente, los que sobrepasamos determinadas edades lo
hemos tenido que aprender con más o menos esfuerzo. Si estoy todo el día
sin el móvil, qué más da, pero si mi hija, de trece años, utiliza este
mecanismo para charlar con las amigas, hablar de los deberes, exámenes o del
tema que sea, una misma herramienta puede significar cosas distintas. Para mí, es algo
prescindible a veces. Para ella, es su principal vínculo de comunicación con sus
iguales o, utilizando la terminología de Marshall McLuhan, una extensión del
cuerpo humano.
Estamos sujetos a flujos permanentes de información. Ésta,
como esa famosa canción que hablaba sobre el amor, está en el aire. No podemos
evitar recibir contenidos en el WhatsApp cuando abrimos el YouTube, en las
redes o, aunque no estemos en el ciberespacio, los amigos y familiares que sí
estén ya se encargarán de compartir esa información con nosotros. Intentar
evadirnos de los flujos de información requeriría vivir en una cueva aislado,
ya que, aunque hay gente que diga lo contrario, el humano es un ser social.
Necesitamos vínculos afectivos y construimos estructuras de apoyo basadas,
principalmente, en compartir información (tal y como explica el historiador
Yuval Hoah Harari en su libro “Sapiens”).
La mayor parte de la información es basura, pero la
importante genera conocimiento. Nos ayuda a ser críticos, nos dota de
habilidades personales y profesionales y facilita nuestra inserción en la
sociedad tecnológica. Para determinar qué información es buena o no,
necesitamos contrastar fuentes y conocer opiniones diversas para poder elegir.
Si, por ejemplo, hoy no puedo ir a una charla sobre la influencia de la luna en
las mareas, voy a Google y pregunto. Y ahí me enfrento, como he dicho en otras
ocasiones, a lo insondable. ¿Qué elegir? Pues seguramente la Wikipedia, YouTube
o, qué se yo, cualquier entrada, incluida una que hable de los ángeles, los
lunáticos, los marcianos soplando las olas y vete tú a saber.
Más información no quiere decir más conocimiento, pero sí es
cierto que el conocimiento parte de la libertad de flujos de información. La
imprenta democratizó el saber, pero también permitió que se expandieran bulos y
mentiras. Internet sufre los mismos síntomas, pero multiplicados por muchos millones.