Es posible que exista una nueva fe basada en el poder de la información
por encima de todo. El mundo se compone de datos y gestión del conocimiento, y los sistemas
políticos, económicos y sociales que mejor funcionarán serán los que permitan una
libertad absoluta de la información. ¿Qué es el mercado, sino un sistema en el
que la oferta y la demanda generan una información que permite establecer
nuevos productos y precios? ¿No es acaso la democracia un sistema de
información en el que los ciudadanos generan demandas a sus representantes? Así
que, en cierta manera, votar cada cuatro años, o la prensa de papel, u otros
obstáculos burocráticos al fluir de la información hacen que las sociedades se
mantengan atrasadas. La máxima expresión del dataísmo será un ciudadano
plenamente integrado en el “Internet de
las cosas”; en el que la tecnología sea capaz de gestionar un volumen tal de
datos que el humano prácticamente no tendrá que pensar. Todo será decidido en
función de algoritmos informáticos. ¿O serán manipulados para decirnos qué
pensar?
En cierta forma, quizás esto
ponga en solfa la libertad, ideología suprema en la que se basa la democracia. Si Facebook y Google piensan por nosotros,
porque ya nos conocen mejor que nuestros padres, ¿por qué me tengo que romper
la cabeza? Simplemente tengo que abrirme más a dar mis datos, a ofrecer mi
información y continuar permitiendo que Internet se adentre hasta en mis
entrañas. Conectarse será, si no lo es
ya, una acción de primera necesidad.
¿Y si todo lo decidiera la red
por nosotros? ¿Y si nuestras relaciones sentimentales fueran fruto de una
acertada precisión selectiva en función de unos algoritmos creados por Facebook
u otra aplicación? ¿Quién será responsable de nuestras equivocaciones? ¿Asumiremos
nuestro papel residual? Poco a poco vamos adentrándonos en un mundo en el que
debemos comportarnos con una mezcla de
entusiasmo y temor reverencial.
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