jueves, 9 de noviembre de 2017

Imperio romano, Europa y refugiados


Atención a lo que se puede leer en la prensa: Sólo el 30% de los refugiados que la UE repartió en cuotas hace dos años han llegado a sus países de acogida. España, obligada a reubicar a más de 9.000 personas, sólo ha acogido al 13%. Los acuerdos para bloquear las rutas y la discriminación por nacionalidad ponen en evidencia el programa que finaliza este martes”. Cuando analizo el papel de Europa ante los refugiados y la inmigración, me acuerdo del Imperio Romano.

Llevo unos cuantos meses leyendo sobre la caída de Roma. Existen teorías  interesantes, pero hay dos que me han parecido curiosas. La primera, la defendida por el  inglés Edward Gibbon (1737–1794), culpa al cristianismo de subvertir las virtudes romanas, esas que se basaban en sacrificarse por el Imperio, por Roma, y adherirse como lapas a los valores que defendían luchar hasta la muerte por la patria. Creer en la otra vida, como prometía el cristianismo, llevaba a los cristianos a que se preocuparan menos por esta vida y, por tanto, no estaban tan obligados a realizar  los sacrificios que eran necesarios para sostener el poder de la Urbe. Las virtudes romanas eran austeras y muy violentas; solo hay que pensar que en el Coliseo murieron cerca de un millón de personas  para divertir al vulgo.  

Ante esta pérdida de las buenas virtudes, poco se podía hacer contra los bárbaros, que encontraban cada vez más fácil derrotar a ejércitos de mercenarios -y no de ciudadanos- ávidos de dejarse la sangre por el emperador. También habría que sumar la corrupción de la clase dirigente y muchos más elementos.

No obstante, un interesante libro de Simon Baker, “Roma:auge y decadencia de un imperio”, se centra mucho más en la presión de los bárbaros, no en la pérdida de valores romanos.  La caída del Imperio fue lenta y paulatina, ni mucho menos algo que acaeciera de golpe. Baker establece (hablando de los bárbaros) que: “sus invasiones procedían de una simple idea: el Imperio Romano era un El Dorado que ofrecía la oportunidad de una vida mejor. No fueron a destruir Roma, sino a formar parte de ella” (Baker, 2007: 363). Sin embargo, nos dice el autor, en vez de sacar tajada, terminaron destruyendo el Imperio.

La historia de Roma está plagada de asesinatos, guerras civiles e insurrecciones, unidos a un esplendor y a un gran desarrollo cultural, urbano y social. Al fin y al cabo, nuestra cultura viene originariamente de ella.

Europa no es ni mucho menos un imperio unificado. Los valores de la democracia y la libertad, que dicen defender sus estados miembros, son un importante imán para aquellas personas que viven en tierras asoladas por la destrucción, la guerra, el hambre y la represión. No solo no estamos sabiendo gestionar la llegada de los refugiados, sino que se populariza la opinión de que vienen a destruirnos y creamos un mayor problema por no saber responder a este gran reto.

El auge de la extrema derecha, cuyo discurso se basa, principalmente, en el rechazo al extranjero (entiéndase extranjero pobre o con pocos recursos; si eres futbolista, eres un talento de fuera), viene a mostrarnos una  vez más que los problemas complejos no tienen soluciones fáciles. Si no solucionamos la guerra ni sabemos darles acogida,  ¿hasta cuándo durará nuestro contemporáneo “imperio romano”? ¿Podremos vivir eternamente de la guerra contra los que vienen de fuera?



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