Atención a lo que se puede leer en la prensa: “Sólo el 30% de los refugiados que la UE
repartió en cuotas hace dos años han llegado a sus países de acogida. España,
obligada a reubicar a más de 9.000 personas, sólo ha acogido al 13%. Los
acuerdos para bloquear las rutas y la discriminación por nacionalidad ponen en
evidencia el programa que finaliza este martes”. Cuando analizo el papel de
Europa ante los refugiados y la inmigración, me acuerdo del Imperio Romano.
Llevo unos cuantos meses leyendo sobre la caída de Roma.
Existen teorías interesantes, pero hay
dos que me han parecido curiosas. La primera, la defendida por el inglés Edward Gibbon (1737–1794),
culpa al cristianismo de subvertir las virtudes romanas, esas que se basaban en
sacrificarse por el Imperio, por Roma, y adherirse como lapas a los valores que
defendían luchar hasta la muerte por la patria. Creer en la otra vida, como prometía
el cristianismo, llevaba a los cristianos a que se preocuparan menos por esta
vida y, por tanto, no estaban tan obligados a realizar los sacrificios que eran necesarios para sostener
el poder de la Urbe. Las virtudes romanas eran austeras y muy violentas; solo
hay que pensar que en el Coliseo murieron cerca de un millón de personas para divertir al vulgo.
Ante esta pérdida de las buenas virtudes, poco se podía
hacer contra los bárbaros, que encontraban cada vez más fácil derrotar a
ejércitos de mercenarios -y no de ciudadanos- ávidos de dejarse la sangre por
el emperador. También habría que sumar la corrupción de la clase dirigente y
muchos más elementos.
No obstante, un interesante libro de Simon Baker, “Roma:auge y decadencia de un imperio”, se centra mucho más en la presión de los
bárbaros, no en la pérdida de valores romanos.
La caída del Imperio fue lenta y paulatina, ni mucho menos algo que
acaeciera de golpe. Baker establece (hablando de los bárbaros) que: “sus invasiones procedían de una simple
idea: el Imperio Romano era un El Dorado que ofrecía la oportunidad de una vida
mejor. No fueron a destruir Roma, sino a formar parte de ella” (Baker, 2007:
363). Sin embargo, nos dice el autor, en vez de sacar tajada, terminaron
destruyendo el Imperio.
La historia de Roma está plagada de asesinatos, guerras
civiles e insurrecciones, unidos a un esplendor y a un gran desarrollo
cultural, urbano y social. Al fin y al cabo, nuestra cultura viene
originariamente de ella.
Europa no es ni mucho menos un imperio unificado. Los
valores de la democracia y la libertad, que dicen defender sus estados miembros,
son un importante imán para aquellas personas que viven en tierras asoladas por
la destrucción, la guerra, el hambre y la represión. No solo no estamos
sabiendo gestionar la llegada de los refugiados, sino que se populariza la
opinión de que vienen a destruirnos y creamos un mayor problema por no saber
responder a este gran reto.
El auge de la extrema derecha, cuyo discurso se basa, principalmente,
en el rechazo al extranjero (entiéndase extranjero pobre o con pocos recursos;
si eres futbolista, eres un talento de fuera), viene a mostrarnos una vez más que los problemas complejos no tienen
soluciones fáciles. Si no solucionamos la guerra ni sabemos darles acogida, ¿hasta cuándo durará nuestro contemporáneo
“imperio romano”? ¿Podremos vivir eternamente de la guerra contra los que
vienen de fuera?
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