jueves, 29 de marzo de 2012

PODER Y CONTRAPODER. Parte II: LA HUELGA

Si en democracia el poder principal del pueblo es el voto, en el complejo mundo de las relaciones laborales y la economía, el poder del asalariado es la cooperación. Ni más ni menos. Ya mucha gente ha desmitificado a Adam Smith y su visión de la búsqueda individual del lucro como generador de la riqueza de las naciones. No es compitiendo como se consigue avanzar, es cooperando. Vemos cómo se fusionan las grandes empresas, la banca, creando un poder corporativo sin igual. ¿Acaso no decía el liberalismo económico que era necesario tener muchos ofertantes y muchos demandantes? ¿No vivimos una concentración de la oferta que, en muchos sectores, ha rozado el oligopolio? Son preguntas que lanzo al viento. Las grandes empresas hablan de competir, sin embargo, lean ustedes cuántas noticias versan sobre fusiones, OPAS, adquisiciones… Lo llaman crecer en un mundo global. ¿Por qué el trabajador asalariado cuestiona la cooperación? ¿Por qué se considera al que va a la huelga como un bicho raro? Acaso, si las movilizaciones paralizan alguna ley injusta, ¿no se aplican por igual los logros seas huelguista o esquirol? Cuando tu vida laboral es sumar contratos temporales con el desempleo, ¿qué más te pueden quitar? Me acuerdo a veces del lema de mayo del 68 que decía: “Unos hacen la revolución y otros se aprovechan de ella”.

Los principales empresarios de este país tienen un poder inmenso, pero, como forma de contraponer este poder, partiendo de que ellos no se presentan a las elecciones, está el derecho a protestar proponiendo alternativas creíbles. En democracia, todo es encontrar un equilibrio de poderes y legitimidades. En este ámbito, el de la protesta, la huelga es un instrumento legitimado por la Constitución Española cuya eficacia se ha mostrado a lo largo de muchos años, no porque se paralice un país, sino porque el asalariado que va a la huelga afronta dos cosas: que ese día va a perder su “jornal”, y que se señala ante el empresario y el poder como un personaje crítico. O sea, que no tiene miedo y, si lo tiene, lo transforma en rabia. Cuando la ciudadanía pierde el miedo al poder, a éste no le queda más remedio que claudicar, y los casos a lo largo de la historia lo manifiestan. Antes, en el siglo XIX, con el comienzo de la Revolución Industrial, ir a una huelga o a una manifestación te podía costar penas de cárcel o la propia vida. Más tarde, en la época de la dictadura en España, estábamos en situaciones similares. Hoy los riesgos son mucho menores y, sin embargo, consideramos que es mejor mirar por nosotros mismos, como si las injusticias sociales no nos tocasen en algún momento. La unión hace la fuerza, pero nos han dicho que no demasiadas veces.
No se trata de decir si los sindicatos funcionan bien o mal -en mi opinión, son claramente mejorables-. Un sindicato se fundó para defender al asalariado, es su principal acometido; se debe criticar su funcionamiento, pero en algunos foros he leído que abogan por su desaparición. También cometen fallos los jueces y los abogados y nadie se plantea su desaparición. La crítica destructiva se convierte en alegato ideológico.

Respeto la libertad de la gente de no ir a la huelga, de defender la reforma laboral y de pensar lo que quieran. Faltaría menos. Pero creo que estamos viviendo unos tiempos en los que las medidas anticrisis tomadas por los estados están dirigidas a empobrecernos aún más y a disminuir el Estado de Bienestar tan necesario para mantener la paz social. Como decía la canción de “Golpes Bajos”, son “malos tiempos para la lírica” y para casi todo, diría yo.

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