Aquí el texto íntegro:
Imágenes
recientes de unos policías de EEUU disparando a un joven negro han dado la
vuelta al mundo. Pueden parecer sacadas de una de sus exitosas películas de
acción, pero son tan reales como la vida misma. Una lluvia de tiros abate al
chico hasta dejarlo sin vida en el suelo, porque, supuestamente, portaba un arma
-¿blanca?, ¿pistola? Quién sabe- y, por lo tanto, suponía un peligro contra dos
agentes armados hasta las cejas. ¿Realmente era necesario matarlo a sangre
fría? Una vez más, la violencia se convierte en forma de toma de decisiones.
Para qué pensar, para qué hablar, si puedes apretar el gatillo.
Tras éste
y otro asesinato más, las revueltas no se han hecho esperar. El fantasma del
racismo surge de nuevo en la primera potencia mundial, un territorio que no
hace mucho justificaba el segregacionismo racial como forma de orden público.
Uno de
mis escritores de novela policíaca favorito, John Connolly, en una genial
novela titulada “Los atormentados”, plantea un análisis interesante. Ambientada
en el estado de Maine, describe ciertas torturas -los dirigentes de la cárcel
no las llaman así- que se desarrollan en un presidio. Una abogada reflexiona
ante el detective protagonista. ¿Cómo es posible que tratemos fuera de nuestras
fronteras a alguien bien si dentro nos portamos así con los nuestros?, ¿alguien
puede extrañarse de Abu Graib?, se pregunta la abogada mientras habla de la
pena de muerte, los juicios a menores como si fueran adultos o la falta de
asistencia para presos con graves problemas psiquiátricos.
¿Puede un país que permite regalar metralletas
a chavales de 10 años aspirar a convertirse el líder moral de un planeta en
conflicto? ¿Realmente esperamos que a la primera de cambio no arrasen con lo
que pillen? Nos partimos el espinazo para que los juguetes sean lo más
inofensivos posible, pero a una niña pequeña se le resbala la escopeta en un
campo de tiro y se lleva por delante a su monitor. Qué paradoja la del país del
Tío Sam.
Cuando varios alumnos menores mueren porque a
un majara que dice ser un incomprendido se le va la cabeza y descarga un
arsenal en un colegio, los defensores de las armas culpan a la televisión o a
Marilin Manson, o a los Simpson, o a Obama o vaya usted a saber, pero nunca a
la libertad para llevar un cañón recortado debajo del abrigo por si acaso
tienes que cargarte a alguien. Como bien dice Connolly -un irlandés que vive
largas temporadas en el país norteamericano- en una entrevista, “hay un
radicalismo que me llama liberal y se cree que me insulta, que odia a Obama por
ser negro y que confunde el individualismo con el derecho a que un hombre se
siente a mi lado en un Starbucks con un arma automática. Esos tipos hacen que
no quiera vivir en EEUU”.
Otro
gran aliado de EEUU, Israel, también ha hecho de la ofensiva una forma de hacer
política. Ante cualquier problema, su respuesta siempre es de una violencia
descomunal y desproporcionada. Es la paranoia del que siempre ha estado
perseguido llevado a sus últimas consecuencias. Uno de los mayores ejércitos
del mundo compara bombardear un barrio matando niños con disparar a sus
militares. En la balanza, los palestinos ponen más muertos, pero a eso se le
llama derecho a defenderse. ¿Se puede construir la paz cuando las víctimas no
valen igual para unos y otros? El valor
de una vida humana viene establecido por lo que diga su pasaporte, o su etnia,
o su religión…
Es la ley
de la selva, el sálvese quien pueda. Es la violencia verbal en el coche, la violencia
contra el débil, la supremacía del que pega más fuerte. La violencia del que
gana contra el que pierde, del mayor contra el menor, del hombre contra la
mujer. Violencia que lleva siglos con nosotros, una guerra permanente que no
parece tener fin. Que nadie crea que es culpa de las películas de Tarantino.
@Hecjer
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