martes, 15 de enero de 2013

En realidad, no queremos innovar.

Publicado en "Noticias de Almería"


En un artículo reciente que leí en la prensa económica se establecía que las empresas españolas, según un estudio de EUROSTAT, son de las últimas de Europa en innovación. Hasta no hace mucho, siempre he creído que la tal innovación dependía del dinero que les dedicaban los presupuestos generales del estado o, en el ámbito privado, el departamento correspondiente de la empresa a eso tan manido que es el I+D+i. A más dinero, más innovación, ¿no?
Tras un breve debate que tuve en las redes sociales sobre estos asuntos, que me ayudó a cambiar un poco de perspectiva y, sin restarle importancia a la inversión económica, he terminado por pensar que hay otro tipo de innovación que no depende tanto del dinero como de la actitud ante los cambios. A veces, innovar supone reducir costes y mejorar en productividad, pero en ocasiones nos negamos a ello. ¿Por qué? El ser humano, además de ser racional, es un ser de costumbres. Pero aún hay más.

El filósofo canadiense Marshall McLuhan (1911-1980), autor del genial y visionario libro “Comprender los medios de comunicación” y de conceptos tan afamados como “el medio es el mensaje” y la “aldea global”, analiza qué supone la innovación para las sociedades humanas: “La innovación, además de ser comercialmente perturbadora, también resulta corrosiva, social y psicológicamente”. Siempre que surge un nuevo dispositivo, se abre una batalla entre lo que existe y lo que pretende establecerse. A las personas que ostentan algún tipo de poder, ya sea político o empresarial o lo que sea, todo lo que huela a cambio les provoca sospecha. Innovar se convierte en una actividad incómoda que pretende quitarnos algo. Habrán escuchado a muchos decir que Internet es el final de los tiempos o el apocalipsis, para utilizar una palabra más espiritual.

Muchas veces tengo el ejemplo en mí mismo. Cambiar de la marca comercial a la que estoy acostumbrado o de camino para ir al mismo sitio de siempre me supone un problema, y supongo que a muchos. Innovar es cambiar, adaptarse o evolucionar en aras de mejorar una situación, pero también requiere una formación continua y un manejo de situaciones de incertidumbre. En España solemos pensar que si algo funciona, aunque sea mal, para qué cambiarlo. Es triste, pero está muy extendido. La frase favorita de muchos ante cualquier innovación o intento de emprender algo nuevo es “Eso es para nada”, que, por cierto, suele ser una frase muy usada entre los que no hacen nada. Desde luego, para echarse a llorar. ¿Se imaginan si ese pensamiento hubiera sido el dominante en la especie humana? Pues estaríamos todavía en las cavernas.

Todo cambio o innovación no tiene que ser bueno, pero, si no se intenta, no se sabe. El miedo a fracasar o errar es algo exasperante, como si todo el mundo naciera sabiendo de todo. La apatía es producto de esto; como no queremos fallar, mejor nos quedamos quietos, no vaya a ser que nos regañe el jefe de turno, el cual, por cierto, es posible que tampoco esté muy por la labor de innovar. Un problema, se mire cómo se mire. Por lo tanto, estas actitudes apáticas ante los retos de la innovación y del progreso, cuando no totalmente contrarias, son el verdadero freno para la innovación. Si una empresa no tiene ni siquiera página web, no es por falta de capital, sino porque seguramente dirá que “eso es para nada” o, simplemente, no le verá utilidad, por qué no. Si un político sigue con criterios totalmente arcaicos en su gestión, total, para eso le han votado; o si no queremos cambiar ciertas actitudes que sabemos que nos no llevan a nada, total, es que “yo soy así”. Con mucho dinero que dediquemos a I+D+i, si no innovamos nosotros mismos en nuestras respectivas organizaciones, mal vamos. El dinero no servirá para nada si nuestra idea de futuro es repetir las mismas actividades monótonas el resto de nuestras vidas.

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