A pesar de lo que dice el ministro Montoro, los salarios bajan en España. No lo digo yo, lo dice un informe del CEC que agrupa a las 15 mayoresempresas españolas. Su previsión es que “los
costes laborales unitarios, que miden la relación entre las remuneraciones y el
producto interior bruto, registren una caída del 1,5% entre 2013 y 2014, frente
a una subida media del 2,9% en los países comparables del entorno (Alemania,
Francia e Italia)”.
Estaba claro que España, país del sur obligado a la
austeridad, tenía que competir por la vía de la devaluación interna. Al no
tener una moneda propia y carecer de política monetaria soberana, no queda otro
remedio que bajar salarios. Pero lo de bajar salarios puede tener consecuencias
perversas: el empobrecimiento generalizado de la población española. Mientras
que salimos o no de la crisis y nos ponemos de acuerdo en si crecemos un 0,3 o
0,7 o lo que sea, los datos de exclusión social en España son cada vez más
graves.
Caritas alerta de que lapobreza severa afecta a más de tres millones de personas. Se entiende por pobreza
severa la que sufren aquellas personas que viven con menos de 307 euros al mes.
A nivel porcentual, si las comparamos
con la población total, vemos que suponen el 6,4%, prácticamente
del doble que antes de la crisis.
Ya escribí hace unas semanas sobre un estudio realizado por Intermon
Oxfam que también ponía el grito en el cielo sobre el aumento y la
estratificación de la pobreza en nuestro país. Los datos de la ONG eran desgarradores: en 2025 podemos acercarnos, si hacemos
caso a las predicciones de Intermón, a la más que increíble cifra de 20
millones de pobres.
El aumento de las desigualdades plantea un reto político
enorme. Si cada vez más gente está excluida del reparto de la riqueza y de los
avances tecnológicos, sanitarios y culturales, estamos creando un caldo de
cultivo para profundos conflictos sociales. Ha sido así toda la historia de la
humanidad. Lo raro es encontrar a lo largo de los años tantas décadas de paz “social”
en Europa occidental. Tras el desastre de
la II Guerra Mundial y el miedo a caer bajo el telón de acero soviético,
la construcción del Estado del Bienestar se puede situar como uno de los grandes
inventos políticos de los últimos siglos. Cierto es que ya se plantea un atisbo de Estado del
Bienestar con Bismarck en el siglo XIX, pero, desde luego, es tras la Segunda Guerra
Mundial y la proliferación de las ideas keynesianas cuando realmente se impulsa
(en España llegó mucho más tarde y todavía tenemos índices de desarrollo del gasto social muy por debajo de la media europea de los 15)
Tanto por cuestiones humanitarias y morales como por
cuestiones prácticas, el Estado Democrático y Social abrió un espacio de
relativa calma y consiguió aumentar todos los índices de desarrollo humano, teniendo
en cuenta todos sus fallos y sus necesidades de mejora, es evidente. A pesar de
que en los años 60 se criticara fuertemente desde el marxismo, tanto ortodoxo
como heterodoxo -ahí está la opinión de Herbert Marcuse y su hombre
unidimensional- y se asemejara Estado del Bienestar a consumismo y lavado de
cerebro, ahora que vemos los recortes sociales, nos damos cuenta de la
importancia que tiene dicho estado. Las teorías están muy bien, pero cuando nos
quitan algo, nos damos cuenta de lo que hay.
Si queremos articular una forma de gobierno que beneficie a
todos es indiscutible que la sociedad de masas necesita unos servicios que
garanticen, por lo menos, los mínimos posibles para subsistir. Las políticas de
empleo, un fomento de la vivienda protegida, sanidad, formación, etc., son
algunos de ellos. Teniendo un mínimo garantizado, cada
uno llegará donde su mérito, su capacidad y su suerte le lleven. Pero sin estos
mínimos, todos nos partimos desde la misma línea de salida en esta carrera que
es la vida.
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