Ante la
realidad que nos aborda constantemente en relación a las drogas ilegales y al
mundo mafioso y delincuente que las rodea, las voces internacionales que están
optando por tratar de otra forma al cannabis van creciendo, aunque tímidamente,
con el paso del tiempo.
Uruguayha legalizado la venta y la producción de marihuana y el Estado de Colorado(EEUU) también ha decidido despenalizar la venta y el uso recreativo de esta “yerba
centenaria”. Ya el consumo terapéutico está extendido en otros estados de la
nación norteamericana. El sentido común empieza a imponerse y estas regiones se
han sumado a la mítica Ámsterdam, cuna
de la libertad en cuanto al uso recreativo de la marihuana y del hachís.
No sólo
es una cuestión de libertad individual el hecho de que un individuo mayor de edad decida
qué tomar o no -con la información pertinente y atendiendo a una normativa
básica que impida molestar a terceros-, sino que es el pragmatismo el que
está haciendo a los Estados entender la
lucha contra la drogadicción desde el punto de vista terapéutico, dándose cuenta de que la
criminalización y la lucha policial llevan décadas sin servir prácticamente
para nada. Mientras poca gente ha muerto de sobredosis por fumar porros, hablar
de cannabis como de un gran Satanás ya no tiene sentido.
Que una
sustancia de consumo sea ilegal impide algo fundamental: saber qué ingredientes
lleva, lo que obstaculiza de forma fundamental controlar la dosis. La cantidad
y la calidad, además del individuo, conforman una ecuación fundamental a la
hora de consumir cualquier fármaco y, en ese aspecto, la ilegalización ha provocado
una interferencia muy perjudicial. En los tiempos de la Ley Seca, en EEUU se
consumía alcohol adulterado, perdiendo muchos bebedores la vista y la vida,
además de multiplicar exponencialmente el poder de las mafias y la corrupción.
La prohibición aumenta el precio de tal forma que el contrabando mueve millones
de dólares, haciendo del narcotráfico una industria tremendamente poderosa que
hinca sus garras en todas las áreas de la vida socioeconómica.
La cruzada
anticannabis, o antidrogas en general, hace meter en el mismo saco a
estimulantes y a sedantes, a drogas alucinógenas o al alcohol. No permite
disociar, analizar, enjuiciar. De la misma forma que al hablar del café -cuyo
consumo fue perseguido en la Rusia del siglo XIX- o del vino -prohibido en una
gran mayoría de países- no nos referimos a ellas como sustancias iguales,
hablar, por ejemplo, de cannabis o de cocaína debería situarse en ámbitos de
juicio distintos. Es ese agujero negro de la clandestinidad lo que hace que todas estas sustancias se
encuentren, creando incluso una cultura clandestina llena de marginalidad y
falsa rebeldía que atrae a gentes de todo pelaje. También es cierto que
legalizar las drogas no las llevaría a todas al supermercado; algunas volverían
a la farmacia y otras, a otro tipo de establecimientos regulados.
Eliminar
el placer, la ausencia de dolor o los actos sacramentales vinculados al consumo
de determinadas drogas es eliminar una parte substancial del ser humano que
parece muy difícil de conseguir.
Como no
ha existido ni existe una cultura o civilización libre de drogas, la política debe usar el
sentido común, darse cuenta de la desobediencia civil que suponen las miles de
personas que consumen cannabis y actuar en consecuencia. Minimizar los daños
provocados por el consumo de drogas, como el tabaco, el alcohol o el juego,
requiere pedagogía, información y tratamientos eficaces. Levantar la alfombra
para esconder lo que no nos gusta no evita el problema, simplemente lo apartará
de la vista de la mayoría.
El Estado
y un sector moralista de la ciudadanía están empeñados en decirnos qué hacer y
qué tomar. Personas que deciden por ti, adentrándose en tu esfera individual,
siempre son algo peligroso. Pero no creo
que el cannabis se termine legalizando por cuestiones “libertarias”, sino más
bien pienso que la Hacienda Pública de muchos países bien necesita recaudar una
parte de lo que mueve este negocio.
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