Durante
estos últimos días he estado enfrascado en una interesante y necesaria lectura
que tiene por título “El precio de la desigualdad”, obra escrita por el economista y Premio Nobel Joseph Stiglitz. Ya cuando leí “El malestar en la globalización” me gustó bastante la forma en que Stiglitz plantea muchos
de los problemas económicos y sociales que tenemos en nuestra época
, así que llevaba tiempo con ganas de hincarle el diente a este libro.
Aunque
“El precio de la desigualdad” se centra especialmente en EEUU, este ensayo es un
lúcido análisis de la situación socioeconómica actual, con una cada vez más
alta desigualdad entre clases sociales y un debilitamiento progresivo de la
democracia, que, con matices, son problemas que podríamos extender a cada uno
de los países industrialmente avanzados.
El
capítulo 1 arranca con unos datos escalofriantes: “cinco años de pues (de la crisis financiera del 2007-2008), uno de
cada seis estadounidenses querría un trabajo a tiempo completo, pero sigue sin
encontrarlo; aproximadamente ocho millones de familias han recibido la orden de
abandonar sus hogares, y varios millones más prevén que van a recibir una orden
de desahucio…” (pág. 47). El fin de la burbuja inmobiliaria sigue
cobrándose víctimas en el país de las oportunidades, a pesar de ser allí donde
teóricamente disponen del mercado laboral más flexible del mundo desarrollado.
Lo más
sangrante de la crisis es que ha dejado ver más que nunca la profunda desigualdad existente en EEUU. Tras la crisis, el 1% de
la población controla el 20% de la riqueza, a pesar de que muchas de sus
inversiones se vieron afectadas por la crisis. Pero, incluso dentro de ese 1%,
el 0,1% de los perceptores más altos de
renta son los que se están llevando un porcentaje mayor de la tarta. Para ser
más claros, en el 2007, antes de la crisis, ese 0,1% de la población rica percibía una renta 220 veces mayor que la
media del 90% de las familias inferiores (pág. 48). Mientras que los
ingresos de las clases medias e inferiores han disminuido, las clases altas
siguen creciendo, lo cual es curioso, porque el citado efecto goteo que afirma
que si hay más ricos al final se beneficia toda la población no se está viendo por ningún lado.
La
desigualdad en los EEUU ha crecido sustancialmente en los últimos 30 años,
sobre todo con el arranque de las políticas neoliberales de la era Reagan.
Antes de esa época, el 1% de la población más rica recibía el 12% de la renta
nacional. Tras la Segunda Guerra Mundial, el país crecía “colectivamente”, por
lo que, según Stiglitz, la desigualdad tan abismal es algo “relativamente
nuevo”. Resumiendo, “la historia de EEUU
es ésta: los ricos se está haciendo más ricos, y los más ricos de entre los
ricos se están haciendo todavía a más ricos, los pobres se están haciendo más
pobres y más numerosos, y la clase media se está vaciando.” (pág. 54)
La
desigualdad influye incluso a la hora de acceder a trabajos cualificados, a
pesar de que los hijos de los pobres y los ricos tengan la misma formación
académica. La probabilidad de que un licenciado rico consiga un buen empleo es mucho
mayor que la de un licenciado hijo de padres humildes. Esta situación, unida a
la dificultad para acceder a la educación y al enorme endeudamiento de los
estudiantes norteamericanos, dificulta aún más la movilidad social (partiendo
de que aquellos que estudian son una minoría. Ya en la página 255, Stiglitz
dedica un interesante espacio al programa de créditos a los estudiantes).
El
autor plantea una reflexión muy interesante, que no es otra que preguntarnos por qué los ingresos de
los ricos son tan escandalosos y los poderes públicos le son tan
beneficiosos. Si el sueldo de una
persona, según justifican los adinerados, va en función de lo que “aporta” a la
sociedad, ¿alguien nos explica el hecho de que un banquero que ha arruinado una
entidad siga cobrando una cifra tan astronómica, mientras que un científico
casi no tiene para llegar a fin de mes? Pues simplemente porque las finanzas
controlan al poder político y, por extensión, terminan influyendo en el
panorama normativo, que se convierte en el marco por donde se mueven
libremente. La “Teoría de la
productividad marginal” parece que
no se termina de aplicar aquí.
El
autor hablará en los capítulos sucesivos sobre esta capacidad de captación de
rentas que tienen “los de arriba”, siendo capaces de lucrarse aún más con las
constantes bajadas de impuestos, leyes que los benefician, por ejemplo, a la
hora de extraer materias primas pagando precios irrisorios, o funcionar como
monopolios con el beneplácito del gobierno. El sistema financiero es el gran
culpable de la situación actual, su excesiva liberalización y su volatilidad,
aunque no el único responsable, evidentemente. Su capacidad para influir ideológicamente
en la Reserva Federal ha conseguido hacer creer que el único problema de la
economía es la inflación, relegando el empleo a una posición secundaria.
Pero,
cómo no podía ser de otra manera, la Reserva Federal también recibirá su
merecida crítica por parte de Stiglitz, que la culpa de prestar dinero barato a
los bancos -por no decir a interés próximo a cero- para que luego éstos últimos
se lo dejen al estado a un tipo de interés mayor. ¿Quién se beneficia de este
juego? (pág. 97)
Otro aspecto
interesante ha sido la gran transformación del mercado de trabajo
estadounidense, azotado por la deslocalización, la globalización y el cambio
tecnológico, variables que han provocado
la pérdida de mucho empleo en sectores
industriales otrora potentes. Estos cambios fueron camuflados con la burbuja
inmobiliaria precedente a la crisis actual, que al estallar no hizo otra cosa
que ahondar en una herida ya abierta. Además, perder industria también supone
un cambio en las relaciones laborales, caracterizada por una disminución del poder
de los sindicatos y un incremento del poder del capital (pág. 114).
Resulta
curioso cómo, a nivel de PIB, conforme el equilibrio de las relaciones
laborales se pierde, los salarios bajan y las remuneraciones de los altos
directivos se incrementan incluso sin el beneplácito de los accionistas. Como bien
nos explica el Nobel de Economía, el poder político no será otra cosa que el
reflejo de esas relaciones de poder, y es claro hacia dónde se inclina la
balanza.
No
quiero extenderme mucho, pero todavía hay un par de ideas que no me interesa
soslayar.
La desigualdad no sólo es rechazable
moralmente, sino que incluso económicamente no interesa. Reduce la
productividad del trabajador, ahonda en la separación entra la población y sus instituciones
e incrementa la inestabilidad, la criminalidad y la falta de confianza (pág.
176)
Entonces,
¿cómo se pueden mantener estas cifras? Pues aquí juega un papel crucial no sólo
el control por parte del poder económico del gobierno, sino su capacidad para
legitimarse a través de los medios de comunicación y la trasmisión de una cultura
impregnada de ideología. Sí, amigos, la televisión nos lava el cerebro, porque
está claro que la percepción que tiene la población sobre la desigualdad o la
movilidad social es infinitamente mayor que la realidad. De hecho, “en un estudio reciente, los encuestados
pensaban, de media, que el 20% más alto de la población poseía algo menos del
60% de la riqueza, cuando la realidad es que ese grupo posee aproximadamente el
85%.” (pág. 204) Aunque la mayoría de los encuestados reconocen que cierto
nivel de desigualdad es aceptable para que la gente esté incentivada a innovar,
esta desigualdad es de raíz inaceptable para todos. Para todos no, para ese 1%
la situación va de perlas.
Subir
más los impuestos a las rentas muy altas no reduciría la actividad económica,
tal y como argumenta el economista. El problema no está en el lado de la oferta
-empresas e inversión-, sino en el lado de la demanda -consumidores-. Donde hay
que poner más dinero es en los bolsillos de la gente de abajo y de en medio, no
en las altas rentas a las que les sobra. Para ello, ya en los últimos capítulos,
Stiglitz analizará qué medidas se pueden implementar para activar la economía,
reducir la desigualdad e intentar que el crecimiento sea más sostenible. También
nos explica el famoso concepto del
efecto “multiplicador” del gasto público, elemento que hace que la economía
de un gobierno se diferencie en parte de la economía doméstica de una familia (el
gasto público puede crear empleo incurriendo incluso en deuda, una familia
aislada no). Ah, por cierto, por muy mal que lo haga la Reserva federal de
EEUU, el autor considera que en Europa se ha hecho tremendamente peor.
El
último capítulo sirve de recopilación de aquellas medidas económicas o
políticas económicas que el autor considera urgentes si queremos mejorar la
economía y la equidad. Para mí, ha sido ver un poco de luz al final del túnel,
porque, por lo menos, parece que a cada crítica puede existir una alternativa
posible a priori bastante sensata.
Ya tenemos
una nueva lectura para hacernos una idea de cómo se reparte el pastel en la
sociedad en que vivimos. Recomendable.
Ficha Técnica
Editorial:
Publicación:
05/02/2014
Género:
Actualidad
Formato:
12,50 x 19 (Rústica fresada)
ISBN:
9788466327817
EAN:
9788466327817
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